martes, 10 de enero de 2012

CRÓNICAS DE RUBIO. N. 1

LA CAMPIÑA

    Uno de los recuerdos que guardo con entrañable amor es la ingente cantidad de experiencias vividas en la hacienda La Campiña.
     Pertenecía esta heredad a la familia de mi padrino Don. Jorge Niño, hombre de recia personalidad y fuertes convicciones, trabajador incansable. L a hacienda está ubicada a escasos kilómetros de la ciudad, enclavada entre verdes colinas y montañas verde-azuladas donde predominaban los cultivos de café y caña de azúcar.
    Durante la época de la cosecha del café, acudíamos todas las tardes para hacer compañía al pater familiae o a su digno hermano Don. Marcos, mientras efectuaban labores propias de peso y control del grano recogido por jornaleros  estacionales, en alegres faenas amenizadas con canciones de sus diferentes orígenes, labor que cumplían tenazmente en los extensos plantíos bajo inmensos árboles de dulces guamas. Cuando no hacía mucho frío, nos atrevíamos a introducirnos en el gran tanque que recibía las aguas directamente de la quebrada y chapoteábamos hasta quedar morados.
    Contaba el predio con un espacio cercado totalmente sembrado de naranjas Californias, lo recorríamos en tropel en busca de las frutas de ombligo más grande por ser muy jugosas y de mejor sabor, claro manteniendo una cierta alerta ante la súbita aparición de alguna extraviada serpiente.
El retorno a casa era a la hora del ocaso cuando un sol cansado Iluminaba las nubes que en varios tonos de naranjas y ocres poblaba el cielo de arreboles antes de oscurecer; era la hora de cantar, en la parte posterior de la camioneta, nos desgañitábamos para ver quién  lo hacía más fuerte y entonábamos los consabidos y recordados había una vez un Barquito chiquitico…” y la interminable salmodia, al derecho y al revés de: Un elefante se balanceaba… hasta quedar roncos de tanto grito.
Hubo ocasiones muy especiales, se organizaban paseos con el almuerzo incluido, se preparaba en grandes calderos donde se cocían las  verduras, las carnes y las enormes gallinas No olvidaré, ahora, el postre vespertino cuando de las pailas del ingenio se extraía la melaza hirviendo y que batida por expertas matronas tomaba el punto exacto y se convertía en rubias melcochas para nuestro deleite y también de los mayores quienes las disfrutaban sobre perfumadas hojas de naranjo.
Fue una época plácida, cuando aún no salíamos de la primaria, el país y la ciudad vivían tranquilamente y la familia y los amigos eran verdaderamente importantes.

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